La educación es un proceso que debe ser asumido en dos ámbitos: como proceso de asimilación moral y cultural y, de igual forma como un proceso de desarrollo y superación individual.
Es un proceso de asimilación moral y cultural, por cuanto por su intermedio las generaciones adultas, tanto en el sistema formal como en el informal, actúan sobre los educados, con el objetivo de que la persona en crecimiento llegue a identificarse y participar de los bienes culturales, así como integrarse en las formas sociales predominantes en una comunidad, esto es, sus costumbres o tradiciones. Debe entenderse también como un proceso de culturización y adaptación, que permite preservar, en cierto modo, el ser social. Por tal motivo, el sujeto que se educa adquiere el lenguaje, los criterios de valoración, las ideas científicas, las normas de comportamiento, los usos y las formas sociales que se prevalecen en la comunidad en la que está inserto. El educando se va haciendo paulatinamente semejante a su entorno de desarrollo y a quienes directamente o indirectamente lo educan.
La educación es, al mismo tiempo, un proceso de superación individual, puesto que con ello se intenta que el individuo vaya desarrollando y haciendo efectivas sus propias potencialidades y posibilidades, que vaya descubriendo sus limitaciones y asumiendo los tipos de actividades relaciones y manifestaciones, más acorde con sus características personales.
La educación, entendida así en su esencia, debe responder a este noble intento de, por una parte, estimular al educando para que vaya perfeccionando su capacidad de dirigir su propia vida y, al mismo tiempo, participar del entorno.
Este concepto de educación es el que asume nuestro colegio, ya que considerando al hombre dentro de una dimensión singular, que tiende a la perfectibilidad, lo hace partícipe de los bienes culturales, las costumbres y tradiciones nacionales, de tal forma que conscientemente asuma su rol ciudadano.
Desde un punto de vista filosófico y en concordancia con los valores de nuestra cultura cristiano occidental, definimos al hombre como un ser, por naturaleza, único, singular e irrepetible, que, por estar dotado de una dimensión espiritual, está abierto a la trascendencia, a la búsqueda de los valores y sujeto al derecho. Como ser trascendente se distingue de todo lo creado por su propia mano, pues su dignidad y, por lo tanto, sus derechos naturales y básicos, son anteriores y superiores a todas las instituciones y son consecuencia de la naturaleza perfectible de que lo dotó el creador. De igual modo, la persona humana goza de un carácter social, que le impulsa a participar activa y constructivamente en la búsqueda del bien común, del que disfruta como individuo.
Nuestra sociedad se caracteriza por la innovación tecnológica acelerada y el cambio constante y sistemático, como así mismo por una conexión a nivel mundial, cada vez más notoria, que trae como consecuencia, la disponibilidad de un elevado volumen de información, transformando al mundo en una aldea global.
Uno de los integrantes de esta sociedad mundial es nuestro país, que se orienta dentro de un sistema complejo, abierto, en el cual interactúa con una serie de subsistemas, que recurren y aportan energías a la información, además de bienes que sirven de insumos a otros sistemas.
Uno de los subsistemas que integran esta estructura de relación, es el sistema educacional, entendido como un conjunto de especialidades, con objetivos claramente definidos, que tienen como finalidad impartir enseñanza en forma sistemática.
Este subsistema recibe de la sociedad y de la familia, información necesaria para estructurar un proceso educativo, de modo que la educación ejerce una determinada influencia en la sociedad, por medio de la población que ha recibido educación sistemática, estableciéndose así una interacción traducida en un desarrollo armónico de los valores socioculturales, apareciendo el proceso educativo como un ente dinámico y ordenador del desarrollo gradual de la sociedad y sus instituciones.
A partir de lo anterior, concebimos la educación como un proceso dinámico y perfectible, se caracteriza por su acción y su forma sistemática y científica, cuyo fin permite el desarrollo integral de las potencialidades más significativas y distintivas del ser humano, en el desarrollo de su afectividad, su intelecto y su destreza psicomotoras.
De igual forma, la educación es una acción formativa calórica, cuya intención es lograr que la persona adquiera y asimile, activamente, un profundo conocimiento y comprensión del medio cultural y natural en donde vive, para que participe de ellos, conforme a nuestra concepción cristiana y católica de vida. En esta relación vitalizadora con el medio y con los bienes culturales de la persona, no solo debe respetarlos, sino que además debe recrear su facultad de crear, innovar y de perfeccionar su entorno, como así mismo deberá desarrollar una escala de valores morales y espirituales, que se fundamenten en los aspectos de la idiosincrasia nacional.
Según este contexto, la educación establece una manera más perfectible de ser “hombre”, es decir un perfeccionamiento de todas sus potencialidades y capacidades distintivas. De esta forma, educar significa “personalizar”, a través de un proceso creativo y fecundo, descubriendo y experimentando una manera responsable y autónoma, mediante una acción formativa que fecunda, dirija, coopere, facilite y entregue el marco y límites precisos, dentro de los cuales el alumno desarrolle su actividad personal y crecimiento académico.
De esta manera reconocemos al hombre como un ser indivisible, síntesis de un cuerpo y alma, con un modo de ser concreto y esencial, que posee categorías de espiritualidad, racionalidad, conciencia, sensibilidad y autonomía con insospechadas posibilidades de crecimiento, que se caracteriza como un proyecto indeterminado y permanente de perfectibilidad espiritual, intelectual y corporal.